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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

lunes, 17 de octubre de 2011

Gestionar una corrida de toros / Por Pedro Javier Cáceres

En Zaragoza a David Mora le impidieron ratificar
su gran temporada con la Puerta Grande

Gestionar una corrida de toros

Pedro Javier Cáceres

Una corrida de toros somos todos. El toro y el torero como sujetos activos y el público como actor pasivo.
La casta y la fuerza del animal conjugado con la entrega, la pericia y el arte del torero son los motores para que el espectador juegue su papel de juez pero también de parte.
Todo ello sujeto a un reglamento ejecutable por los órganos de control de una corrida de toros.
Cada uno de estos factores son importantes en su cuota parte para el buen o mal fin de un espectáculo.
El toro y el torero propician emociones, disgustos, sustos o frustraciones dependiendo de su comportamiento y acople.
Pero también hay otros aditivos o lastres que hacen que uno se lleve a favor de buenas vibraciones o por los derroteros del aburrimiento, hastío o fracaso.
Cuando todo va bien, con viento de cola, la corrida tiende a ser magnificada en la ilusión del mejor todavía.
La calma chicha, lo vulgar y plano, o el viento en contra propicia un bajón de ánimo hasta la depresión en los actores: los activos y los pasivos.
Son situaciones, las más habituales -lamentablemente-, en que ambos, protagonistas y público, se necesitan para salvar la corrida y los sentimientos finales de unos y otros.
Ante el recelo recíproco en las mal dadas, es cuando toman un papel psicológico fundamental los órganos de control y animación.
Más que nunca, si es que son buenos aficionados, y además se les presume la buena fe, por encima de tópicos de “salvadores de la pureza taurina, prohombres vigilantes de la categoría de la plaza y guardaespaldas de la afición, su misión es gestionar el festejo y administrar tiempos, sonidos y premios con criterio y al hilo de las circunstancias que ribetean el desarrollo de la corrida.
Temple, por encima de todo.
Como en la vida todo lo sujeto a normas y reglas, negro sobre blanco, es tan frío como interpretable.
Puesto que quien hace la ley, si no hace la trampa, al menos deja en manos del ejecutor de la misma un margen de flexibilidad para que el reglamento que pretende ser arma de defensa no se convierta en elemento de destrucción masiva.
Más que los errores, la falta de cintura y el absentismo del verdadero protagonismo discreto que tienen, no el que creen de “primera figura”, de los dos presidentes y el director de la banda de la plaza de toros de Zaragoza han sido, tan responsables como toros y toreros de terminar en “descalzaperros” desesperantes en algunas de las que se anunciaban como corridas de toros.
No se trata de sostener un inválido sobre la plaza, si no de gestionar, con espíritu de “in dubio pro reo” antes que inquisitorial, los tiempos (ordinal y general).
Cerciorarse que, una decisión drástica, las secuelas que vaya acumulando no le serán imputables por sospechas de mala praxis.
Es posible que el palco pilarista haya sido generoso rebasando los diez minutos estipulados para mandar avisos.
Pero su talón de Aquiles ha estribado en la inoportunidad del momento en que han sido enviados en formato de desagradables y confusos decibelios.
En cuanto a la concesión de las orejas el contador de pañuelos lo han tenido, según que corrida, como en las carreras de caballos, limpios de peso o con hándicap ascendente y sin atender en conjunto al “todo” de la tarde.
En los segundos trofeos -el que se arrogan prepotentes “es el suyo”- caso tan solo de David Mora, antes que errar -yo no se lo reprocho- faltó altura de miras como aficionado, por lo importante que estuvo el torero, para emitiendo veredicto justo en cualquiera de los pronunciamiento (conceder o negar) no ser consciente de lo que significaba esa segunda oreja: para cerrar la tarde y feria con una Puerta Grande, suponer la consolidación como figura de un torero emergente -hacer justicia- y lanzar, todo para bien de la Fiesta sin contravenir el reglamento ni la pureza del toreo ni prostituir la categoría de la plaza, una alternativa cotizable a precio de mercado para equilibrio de carteles grandes con honorarios desorbitados. Regular el mercado.
Y la música. Ausente o extemporánea.
Un desastre y un desacato a un público que a veces la solicitaba como bálsamo para alivio propio y del torero que estaba muy por encima de un animal, que ese sí no entiende de pentagramas.
Si la música amansa las fieras, no fue la de la banda de Zaragoza la culpable que los toros se domesticaran o durmieran.
Pero a poquito que el responsable hubiera tenido sensibilidad y sentido del espectáculo, alguna faenita hubiera remontado o al menos, puntualmente, el estado depresivo del público 100 gramos de alegría.
Todo en aras de una supuesta pureza y al final como un boomerang todo en contra del espectáculo y por extensión del público. Un contrafuero.
Cierto es que la autoridad está para cumplir un reglamento.
No es menos verdad que debe interpretarlo y gestionarlo en su contexto.
No saben.
Lo peor es que uno o dos “gilipollas”, o tres o diez, babosos, les lamen la grupa finiquitada la corrida.
Una corrida que no han querido fuera con ellos para ahogar su vanidad en el vómito de su protagonismo absurdo.
***
El Imparcial.es

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