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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

viernes, 14 de junio de 2013

El público de toros / Por Ignacio Ruiz Quintano




Ignacio Ruiz Quintano / ABC
En Madrid, con el consentimiento del gobierno regional, ya han reducido al toro a mona, y el toreo, a “postureo”.
Les faltaba modelar al espectador, y en esta última feria ya ha habido indicios de que trabajan en ello: la seguridad de la Plaza fue enviada a la Andanada del 9 para “ver qué está pasando aquí” sólo porque un aficionado de los de toda la vida gritó a un torero orejero que, ufano, daba la vuelta al ruedo con una oreja de pueblo:
¡Se va sin torear!
Pemán tiene explicado en ABC cómo a partir del “despotismo ilustrado” el tema de los toros se ha desarrollado siempre en una línea coactiva y autoritaria.
Primero, todo el poder residía en el público, agresivo y sonoro: era la democracia inorgánica. Luego, en el presidente: dictadura, presidencialismo. Ahora ha pasado a quien realmente sabe más y está más cerca del toro: o sea, al torero. Éste se quita un segundo la montera y el presidente le complace y cambia el tercio. Es la tecnocracia.
Y a estas alturas del siglo veintiuno, todo el poder está en la política, que en Madrid es la derecha que se avergüenza de serlo (y a la que nunca han gustado los toros, que es espectáculo de raíz aristócrata y popular, pero en ningún caso burguesa).
Pemán habla de un espectador que lanzó una botella al torero, y entonces la autoridad prohibió las botellas, lo cual, dicho sea de paso, tampoco es el estilo del Supremo Hacedor, que corta siempre el mal, en sus mandamientos y leyes, por la zona del desenlace, no de las premisas.
Prohíbe liarse con una señora, pero no prohíbe que haya señoras que salgan a la calle, que se las salude, que tengan teléfono; es decir, todo ese dispositivo que facilita los líos de las señoras y caballeros. El pecado ha de ser reprimido por la conciencia, no imposibilitado por la ley.
Pemán propuso con sorna gaditana cauces más jurídicos para canalizar la protesta del espectador taurino: un buzón de reclamaciones o un tribunal “contencioso-taurino”, a sabiendas de que cualquier procedimiento judicial es más lento que la faena. Claro que todo eso sería desviar el disparo de la botella, pues si los espectadores habrían de polemizar entre el sí y el no, serían ellos los que acabarían a botellazos.
¿Y poner, a la salida de la plaza, el transparente símbolo de la democracia: una urna en la que los espectadores depositaran sus papeletas opinantes?
Al final la solución fue pasar de la época del cristal a la época del plástico: con él se podía beber y protestar.
Lo más concluyente –objetó todavía el Séneca– sería que los espectadores de la corrida, como los ciudadanos, fueran, ellos mismos, de plástico.
Que es en lo que, según todos los indicios, está la derecha antitaurina de Madrid que manda en Las Ventas.

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