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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 4 de julio de 2013

MACANDÉ Y SU PREGON (CON CARAMELOS) A LOS TOREROS / Por Jesús Cuesta Arana


Macandé y Carlos Montoya

"A la salida de Asturias / a la entrada de la montaña / fabrico yo mis caramelos / para venderlos en España. / Si los quieren de menta / yo los tengo de limón. / Los tengo de Gaona, Belmonte, Vicente Pastor". 

MACANDE Y SU PREGON (CON CARAMELOS) A LOS TOREROS

Jesús Cuesta Arana
EL SUR DE LUCES
La fiesta de los toros ha sido cantada desde todas las caras posibles. Los pinceles, la pluma, o la voz insuflada de talento han surtido a la Historia de páginas multicolores, como globos ascendentes, que han partido los aires en un mismo canto, en un mismo abrazo espiritual entre el ojo creador del artista, y la fuerza atávica de ese oficio del hombre burlador de la fiera, desde esa bendita intuición de crear arte en una increíble danza con el perenne riesgo y, a veces, con la fatal predestinación. Cuando uno -el que escribe pateaba los primeros años en la vida- escuchaba a mi padre hablar sobre un cantaor renegrido y chiquito de cuerpo. Y que parecía un sueño que de aquella figura tan menuda saliera tan increíble vozarrón y además con buen son y mucha hondura. Imponía escuchar aquel soniquete que parecía retronar en todo el pueblo. Era Macandé.

Pocas vidas, como la de Gabriel Díaz (Macandé), el cantaor gaditano navegante entre esos dos continentes sembrados de duende, como lo son el barrio de la Viña y el de Santa María, han estado recubiertas por el sedimento de una existencia grabada en el aguafuerte de la desventura. 

La corta existencia del cantaor (1897 - 1947) fue reflejada en un espejo de azogue negro donde la excentricidad se vestía de gala entre el olor del barrio. 

En opinión de Andrés Raya: "Mayor pureza flamenca es difícil de imaginar si no es yéndose a los primitivos cantaores, aquellos anónimos creadores del martinete y al seguiriya que encontraron en el cante la única vía para dejamos testimonio de su marginación, de su paso por los penales o de sus muertes en hospitales de caridad." 

A Macandé lo echó por tierra la tuberculosis y la locura y la sórdida realidad de un paisaje concreto caído a plomo sobre una persona concreta, 

Gabriel Díaz (Macandé), aparte de su pasión por el cante - una razón de su vida tenía otra adoración: los toros. Afición vivida con festones de magia, la voz de aquel cantaor único, irrepetible como las faenas de Rafael El Gallo, ponía en cada cante, el sabor de su pena extrapolada hacia ese otro ritual del genio vestido de luces, entre una sombra negra que embiste. Igual que una media verónica de Cagancho, así cortaba el aire una seguiriya de Macandé. Igual. Como un rajo de sonidos fragüeros entre el oficiar de las campanas del barrio de Santiago o el de Santa Ana, besados por el oleaje primitivo de la Caleta de Cádiz, en cuya orilla dicen que un día la bailarina Telethusa levantó los brazos para sentenciar el baile y de camino animar de gracia alada el movimiento ceremonial del torero. 

Macandé vivía de los caramelos - fabricados por él - Y los envolvía con cromos de los toreros renombrados de la época, Vicente Pastor, Rodolfo Gaona, Joselito, Belmonte, Vicente Barrera, Niño del Matadero … La fascinación de la química agridulce de la menta, azúcar y limón envolviendo de poesía la esfinge de los toreros para el álbum dulce de la chiquillería, con las cabezas floridas por el encantamiento de los mitos monterados. De los dioses vestidos de seda y oro. Cromos para un museo en miniatura. 

De alguna manera Gabriel Díaz (Macandé), criado entre el espíritu de la fragua y los toreros de Cádiz, no es de extrañar que su pasión por los toros fuera con él, como una bolsa del tesoro, donde el triste cantaor además de otros apegos, llevara las esencias hondas del cante. 

En la breve, pero sustanciosa biografía de Eugenio Cobo, 'Pasión y muerte de Macandé' se recoge la mágica estampa del desolado cantaor y vendedor ambulante de caramelos. El escritor y estudioso del flamenco emeritense-gaditano, nos viene a decir sobre el cantaor marginal que, además de los cromos de los toreros del momento, los caramelos también eran envueltos con los jugadores de la Balona de la Línea de la Concepción, donde vivió por un tiempo. (En Vejer de la Frontera también residió una larga temporada). El pregón de los toreros conservaba sus tonos asturianos de la primera parte (¿rara mixtificación?), y el de los jugadores lo hacía por burlerías aunque cambiaba los tercios. Su pregón no fue fijo, lo cambiaba según la inspiración del momento. Mezclaba los tercios de seguiriya, soleá, tangos y burlerías. 
La letra decía así: 

"A la salida de Asturias / a la entrada de la montaña / fabrico yo mis caramelos / para venderlos en España. / Si los quieren de menta / yo los tengo de limón. / Los tengo de Gaona, Belmonte, Vicente Pastor". 

Ni que decir tiene, que por mor de la asonancia de los versos, el orden de los espadas por antigüedad ha quedado trabucado, el primero de la tema debiera ser el torero madrileño conocido también por El Chico de la Blusa y El Sordao Romano (por sus prominentes pantorrillas). Esto no es más que una simple salvedad. 

Es posible que el cantaor de la oscuridad, se iluminara de aquella pléyade de talentos gaditanos tan próximos en el paisaje y embarcados en una misma fe en el cante: Manuel Hermosilla, Agualimpia o Ezpeleta, Enrique El Mellizo, Aurelio o El Flecha de Cádiz dos temas indistintas de toreros cantaores o cantaores toreros. Toreros que desde la arena sintieron el estigma del cante. La dualidad cate y toreo han llenado los cántaros de la sapiencia en un mismo venero espiritual, cada uno olvidó sus penas cantándolas, bien ante el cuchillo fiero del miedo o bien ante las astas oscuras de la desgracia, de la locura y la miseria. Desde la iniciática cripta del reservado, o de los colmados de la amanecida, hasta el fuego espectacular de la plaza a las cinco de la tarde, el hombre se ha empecinado en un mismo soplo de soledades como un signo oculto del duende que airea los brazos o atenaza la garganta, como una mezcla de ola o como un tronco de olivo viejo. 

Macandé desde su despuntada estrella, anduvo por los callejones de los pueblos confundiendo la aurora con el atardecer. Su cuerpo como un arbolillo sin riego, ensombrecido, fue echando al mundo desde la fronda de su cante, caramelos, caramelos de su propia mano como una paradójica filigrana agridulce, al socaire de su sombra metafórica de niños en ristra, en rutilante procesión entre el reguero sonoro que iban dejando sus pregones. 

Gabriel Díaz (Macandé) hoy y siempre dibujado en la memoria. La silueta del cantaor que de un sitio para otro - con un caramelo en la boca - iba tapando su vida con su imponente voz amplificada en los callejones de los pueblos, entre un mar de menta y limones flotantes sobre el rompeolas de su amargo destino de locura y hospitales de beneficencia. 

Difícilmente se puede escribir una sola línea, una sola palabra de este hombre si no es desde el tono azulón de la tristeza - , pero siempre hay una sonrisa al final del camino que cierra los ojos, como esos dos amantes cuando el beso se escapa entre la arboleda. Sonrisa que abre el oído de par en par, como una ventana que da a un paisaje blanco con fondo de mar para vivir en la eternidad el pregón de Macandé a los toreros: 

“ Los tengo de Gaona, Belmonte y Vicente Pastor! ¡Caramelos llevo yo!”


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