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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 20 de octubre de 2013

Aquel Antoñete / Por Joaquín Albaicín


Aquel Antoñete

Por Joaquín Albaicín
El toro de Osborne, cuya muerte brindara al presidente de Colombia. El de Cameno. El de Garzón. Los de Bohórquez. Las dos triunfales tardes toledanas del 55. La de Palma, por la que Sureda tituló su crónica: “Cuando el arte se viste de seda”... Barquerito, que va y bautiza sus aromas toreros como Chenel núm. 1. Ese mechón blanco del que disfrutaba aquí la patente, como en México Procuna. Ignacio Aguirre sacando a colación, a propósito de su inteligencia torera, aquello de Pepe-Hillo de que “otro constitutivo esencial del toreo es ver llegar a los toros”. El patio del desolladero venteño, donde de niño vivió y, ya matador, entrenaba jugando al frontón con los compañeros. Madrugadas de cante con Caracol y Miguel Aceves Mejía. El Fary lanzándole, en la vuelta al ruedo, un paquete de Winston. El taburete al que se subió para poder ver torear a puerta cerrada a Juan Belmonte. El utrero de éste con que se presentó y triunfó en Sevilla como novillero… y no por casualidad, pues, si fascinado por Pepe Luis y Manolete, fue, sin embargo, Juan Belmonte por quien en sus toreros procederes se decantó. Un espada modesto: el hermano de Manuel Álvarez Andaluz, cuyo toreo de capa mencionó siempre como modélico (y razón llevaría, pues hace no tanto me hablaban también de éste, en un tentadero, Rafael Torres y Joaquín Bejarano).

Saludé a Antoñete por última vez en Sevilla, en la terraza del Zafiro, frente al Hotel Colón, cosa de año y medio antes de su muerte. Cuando al poco rato volví a pasar por allí, ya se había marchado. Quedaba sobre la mesa, como eco de su reciente presencia, el vaso vacío de café con leche. Hoy, esa figura del vaso apurado, metáfora de la carcasa dejada atrás por el espíritu partido en vuelo libre, ha regresado a mi memoria, como lo han hecho las secuencias televisivas de la faena al toro blanco y las de tantas tardes madrileñas de quien fuera un icono del devenir cotidiano de, al menos, tres generaciones de nacidos en la piel de toro. Allá por 1949 ya aparecía en El Ruedo, y hasta hace bien poquito lo hacía en Canal Plus. Incombustible, empezó haciendo el paseíllo con Ordóñez, Aparicio, Martorell y Rafael Ortega, se presentó en México cuando acababan de irse Cagancho y Silverio y terminó alternando con Joselito y Ponce.

Le recuerdo, en particular, una tarde en que rompió a llover. Hacía el paseíllo con Curro y Manili. Vimos la faena en barrera del nueve, protegiéndonos del agua con un plástico, como asomados al ojo de buey de una nave espacial. ¡Qué trincherazos y qué naturales! Antes, se había ido a los mismos medios a citar de capa al toro de Torrestella, y allí lo aguantó, añoso y fatigado, laxos los brazos, templándolo ya con la mirada. ¡Un toro al galope y un hombre en el Centro del Mundo! En aquel instante, Antoñete, que viera en su niñez presentar sus credenciales a toda esa heroica generación torera de la posguerra y a los últimos coletazos de la Edad de Plata, era la encarnación de todos ellos, de cuantos –dejando o no huella en la historia- habían vertido su sangre, su arte y sus miedos en el ruedo de la primera plaza del mundo.

El Antonio Chenel acomodado para solaz de todos como fija y entrañable presencia en las tertulias de Molés, se transmutó hace no mucho –ley de vida- en carne de hemeroteca, pasando a formar filas con mil bustos y voces omnipresentes en nuestra infancia y juventud: el Shah, Juan Pablo II, Luis Miguel, Paul Newman, Gadaffi, Gary Cooper… ¡Lujo de la memoria! Cuando los medios difundieron la noticia de su retorno al mundo real, se confundieron en mi retentiva la estampa del vaso vacío de café y la de su figura feble, su rostro arrugado, plateada la cabeza, la lluvia empapando el oro y las sedas rosas de su terno, sosteniendo el tipo y esperando a pie firme sobre el húmedo albero, en la boca de riego, la entrada del toro en las bambas de su capote. Y el olé cerrado de Las Ventas al producirse la mágica conjunción.

Y se siguen confundiendo, claro, con la del final cien por cien valleinclanesco de la tarde en que, ya retirado, curva ventral mazzantiniana, se presentó por sorpresa en Las Ventas para, con motivo de su sexagésimo sexto cumpleaños, estoquear dos toros en homenaje a la afición madrileña. Estoy, sí, volviendo a verlo. Ya está, muleta en mano, frente al segundo. El suave trincherazo con que, citando de lejos al toro, inicia la faena, marca el preludio de una obra de arte. Los de la firma, broche de cada serie, le salen verdaderamente luxuarios, tal que los de pecho ligados al natural. Y, sobre todo, un majestuoso, sorpresivo y aceitoso y adormilado cambio de manos con que rubrica la última tanda.

Vuelvo a verlo, sí. Ahí está. Antoñete no quiere que le saquen a hombros, los capitalistas se empeñan, le alzan, el matador se duele, son muchos años, no puede con su alma, tienen que bajarle. Hay conciliábulo, debate en los medios. Inquietud y escenas de paroxismo en los tendidos. No se ve al torero, por un momento pensamos que se ha desmayado y no saben qué hacer con él, que lo están ocultando hasta ver si se repone o deciden cómo solucionar la papeleta. Finalmente, parece que todo ha sido para permitirle tomar aliento, porque otra vez le alzan y ya se nos va por la puerta grande en otoñal borrachera de gloria.

Tras saber de su muerte, releí unas palabras suyas, en una entrevista de años atrás, referentes a cómo, en los momentos más duros de su vida, había sentido especialmente la ayuda de Dios. Y me lo creo. Porque Antoñete ejemplificó como pocos el impepinable axioma de que, pese a las zancadillas, los golpes de mala suerte, las envidias y los reveses de salud que puedan interponerse en su camino, la verdad, al final, acaba siempre por triunfar. La gente, por ello y por saber que nadie le había regalado nada, le quería. Y, además, le recuerda. Le sigue viendo torear y no acaba de asumir que no le queden aún tres o cuatro retiradas.

Y, en realidad, le quedan –por lo menos, esas- antes de que algo parecido -pero sólo parecido- al silencio y el olvido roce sus avíos cuando quienes le vimos de luces hayamos apurado ya, también, nuestro último sorbo de café con leche.

Eso se llama tener cuerda para rato.
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