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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 27 de febrero de 2018

Leo de Aurora / por Joaquín Albaicín

Hasta siempre, querido Leo. Porque cada nota tuya 
llevaba escrito en la cara un siempre…

Leo de Aurora

Pienso en Leo Maya y mi retina sólo me trae a la memoria imágenes suyas de pequeñito, de cuando teniendo cuatro o cinco años me franqueaba con una sonrisa resplandeciente la puerta de su casa. Me cuesta pensar en el Leo ya mayor, en el Leo hermano, amigo, padre, artista… Tal vez porque, hijo y nieto de buenas personas, en ese gitano con impronta de dandy y que caminaba siempre erguido como una soleá de Alcalá no se marchitó nunca la inocencia por que se distingue la infancia. Se movió por la vida con unas maneras y argumentos de caballero andante asentados sobre una nobleza de carácter que no era muy de este mundo y entendiendo la dedicación a la música como una suerte de misión sagrada. Cuando nos enteramos de que ha dejado atrás este valle de lágrimas, la lógica -la poca que, de por sí, ya tiene la vida- se hace añicos y sólo nos queda entre los dedos una gavilla de preguntas sin respuesta.

Él nos las dará algún día, aunque creo que todas se encuentran en su música, y seguro que también en el libro por él escrito sobre su familia, en el que quiso recoger resplandores de un mundo que -con buenos motivos para ello- él sentía que se nos está esfumando. En parte por voluntad propia y en parte porque las circunstancias le obligaron, siempre se movió un poco al margen de los circuitos flamencos convencionales. De ahí que, en un planeta regido por la proliferación mediática, sus grabaciones -las de quien ha sido uno de los guitarristas flamencos más brillantes de su generación y que cosechara tempranos triunfos y elogios en medio mundo- sean casi secretas. Nacidos él y su hermano Jerónimo con el don de la intuición genial, ambos crecieron como guitarristas muy a la par y se influyeron mucho mutuamente, así que, aparte de en esos discos lanzados en poco menos que ediciones para coleccionistas, el legado musical de Leo queda en la cabeza de Jerónimo, cofre de por sí con mucho tesoro a espera de ver la luz.

Porque Leo Maya -Leo de Aurora por nombre artístico- ha sido un Scriabin o un Erik Satie del flamenco al que la industria discográfica ha sido tan lamentablemente torpe como para perderse. Ni es el primero, ni será el último. Todavía le queda, sin embargo, mucho que decir. Porque, igual que los santos del budismo tibetano ocultaron tesoros espirituales en cavernas y troncos huecos de árbol para que fueran descubiertos e irradiaran sus beneficios en el mañana, así Leo de Aurora ha sembrado como músico unas simientes que el futuro -el modo es, hoy por hoy, un misterio- tiene la responsabilidad de hacer fructificar. Nuestro Leo escuchaba a Mozart y a Beethoven, a Django, a L. Shankar y a otros grandes de la música clásica hindú, y por eso sus composiciones, que eran como un compendio de todo el largo viaje de nuestros ancestros desde el Ganges hasta Iberia, pasando por Persia y el Imperio Otomano, olían a verdores ocres propios de un cuento de hadas. El palacio, el arroyo, el Taj Mahal, el bosque, la puesta del sol devorado por el mar… Un arpegio suyo, ¡emanaba tantos y tan dispares colores e inciensos! Hijos todos de lo que el escritor llamó el Color Sin Nombre…

No sé qué más decir. Tal vez que, cuando alguien a quien he querido parte de este mundo y, tras las horas de meditación, duelo y espera, termino vencido por el cansancio por dormirme, en ese momento me parece que de algún modo le estoy “abandonando”, porque será justo al yo cerrar los ojos cuando ya no resultará posible atrasar el reloj y él se irá definitivamente. Y que ayer, por eso, no quería cerrarlos… Pero hay que dejar emprender viaje al caminante. Y no dudar de que algún día, al abrir esos mismos ojos que ayer cerraste, volverás a verle. Y te reencontrarás con esa sonrisa de la puerta, la de tu juventud y su infancia, la del hermano que fue niño, caballero, torrente de risa, viajero precoz, inteligencia célere, trenzador de sortilegios y artista de la cruz a la bola y que tantos olés -y por tantas razones: genio e ingenio- te sacó.

Hasta siempre, querido Leo. Porque cada nota tuya llevaba escrito en la cara un siempre…


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